viernes, 21 de junio de 2013

El Secreto; Capítulo IV


Los estefanotes, los tamarindos y las rosas parecían repercutir la risa burlona que acompañó la marcha de la muchacha. Y cuando el reloj de la catedral dio las dos de la madrugada, Luana no tuvo más remedio que confesarse que… tal como el apuesto joven había predicho, sus últimos pensamientos antes de dormir, serían para él…

                                                             IV

     La joven traspuso la cancela con trote ligero y elegante, seguida a pocos metros por un lacayo que, como ella, montaba un soberbio caballo.
    Había mandado ensillado  a “Miopía” con disgusto de su madre, ya que el conde Oswaldo había enviado un ramo de rosas azules para anunciar su llegada.

_ No estoy con ánimo de soportar insulsas majaderías, mamá_ dijo, ante la insistencia de la dama_.
Hazle tú los honores, yo no podría soportarle hoy.
_ Te encuentro extraña, hijita, ¿Te sientes mal?
_ No; me encuentro perfectamente, no te preocupes.
_ Lo dices como si no fuese verdad.
_ Pues lo es, mamá. Aunque he de confesarte que estoy disgustada conmigo misma.
_ ¿Qué te sucede? ¿Puedo ayudarte, yo?
_ ¿Qué me sucede? Mi disgusto radica en que yo mismo lo ignoro. Siempre dijiste que yo era algo extraña y hoy te doy la razón; yo misma no me comprendo. Sueño con locas quimeras que me asustan. Anhelo cosas y me horroriza que lleguen a suceder.
_ ¡Me estremeces, Luana! ¿Qué puedes anhelar que no tengas?
_ Mamá… presiento que en mi vida plácida y tranquila va a suceder algo que la turbe maravillosamente. Quisiera detener el tiempo, temerosa de que este algo que vislumbro, desaparezca, y al mismo tiempo quisiera saber ahora mismo que me traerán los días, cuya incógnita guarda el tiempo. No es posible que nadie me comprenda ¿verdad?
_ Creo que yo te comprendo. Cuando se es joven, es fácil sentir lo que tú expresas…Creo que te comprendo muy bien. Tu corazón lucha, hija mía, pero se entregará a esa potencia que te turba y que tú temes porque las desconoces.
_ ¿Y…cómo se llama esa potencia?
_ Amor, Luana, se llama Amor.
_ No puede ser…
_ Claro que puede ser. ¿Qué son, sino amor, esas palabras tuyas?
_ ¿Pero tu sabes?
_ Claro que si, pequeña. El amor brota de un gesto, de una mirada. Cuando yo me casé con tu padre, que en gloria esté, no nos habíamos visto más que cuatro veces.
_ Yo solo lo he visto…
_ Las veces suficientes_ atajó la dama_ para que tu corazón se interese por él.
_ ¡Es extraño!...
_ Nada hay de extraño en tu amor por ese muchacho.
_ ¿Tú crees?_ los verdes ojos de Luana brillaban como los propios luceros, al clavarlos interrogantes en su madre.
_ Pues claro que sí, anda, desiste de ese paseo y espérale con tu mejor sonrisa. El conde Oswaldo no encontrará obstáculos para alcanzar tu mano.
_ ¿El conde? ¡Oh, mamá!

Luana sintió en sus ojos el escozor de las lágrimas, pero reprimiéndolas, apretó fuertemente la fusta entres sus crispadas manos y “Miopía” sintió la fuerte presión de las espuelas.
Recordaba, mientras la brisa acariciaba su rostro, el gesto de incomprensión que puso su madre cuando, a continuación de aquel “¡Oh, mamá!” lanzara inadecuadamente estrepitosas carcajadas.
“Miopía”, seguida de cerca por “Zeus” se internaba en un extenso coto que pertenecía al desaparecido conde de Montoro; mientras Oswaldo recibía las disculpas de la dama por la ausencia de si hija.

_ No os preocupéis, conde, ya que quisiera que todo os fuera grato en esta casa, que podéis considerar como la vuestra.
_ Muy agradecido, condesa.
_ Llámeme Ana María; si hemos de estar juntos toda la tarde, el protocolo llegaría a ser bastante pesado.
_ No se como agradeceros tanta gentileza Ana María.
_ Es fácil; perdonando a mi hija esta descortesía.

Oswaldo cerró los ojos, como si le abrumara la deferencia que le hacía la dama, pero en realidad era para ocultar el brillo inusitado que se reflejaba en ellos; ya que todo había salido como él lo había previsto.
Su voz, al hablar, sonó apagada, con fingida pesadumbre, cuando la realidad era bien diferente.

_ No hubo tal descortesía por parte de Luan; ella sabe que mi corazón no puede, aunque lo desee con toda el alma, cabalgar a lomos de un brioso corcel; y a ella le gusta mucho la equitación.
_ ¿Cómo sabéis que Luana salió a caballo?

Por un momento, el desconcierto del francés fue visible; pero pronto halló una buena respuesta.

_ Las huellas de los caballos se advertían con claridad y me fue fácil adivinar que vuestra preciosa hija no resistió la tentación de cabalgar en una tarde tan maravillosa.
_ Quise disuadirla, pero me dijo que un gran desconcierto reinaba en su alma, y la dejé ir. El aire disipará sus dudas _ le miró disimuladamente al preguntarle; _ ¿Sabéis que mi esposo piensa en Alberto de Mendiazabal para marido de mi hija?
_Si, pero imaginé que solo eran rumores. Me parece que el marqués es algo mayor, para la irresistible juventud de Luan.
_ A mi esposo también le gusta otro joven, pero…
_ ¿Cuando llega su esposo Ana María?

La dama lamentó que él cortase la conversación por ella iniciada; pero después se consoló pensando que aquello que ella quería decir era sólo cosa de hombres. El pensamiento de que Oswaldo quisiera hablar con su marido la congratuló, sonriéndole muy complacida al decirle;

_ Espero su mensaje de llegada de un momento a otro.
_ Tengo ya grandes deseos de verle. ¿Me avisaréis de su llegada, para poder saludarle enseguida?
_ No faltaría más. Vos estaréis a nuestro lado para darle la bienvenida, os lo prometo.
     Oswaldo de Livov llevó la conversación hacia donde el le convenía, y su corazón saltó triunfal cuando, con la llave de los sótanos en su poder, pisó los escalones de piedra gris que a ellos conducían.
    La puerta cedió lúgubremente, y densas tinieblas le rodearon al cerrarla tras él. Encendió una pequeña mecha, y como un ladrón, se internó en las negras profundidades, con sumo cuidado para no manchar el elegante “chaquet” versallesco de irreprochable corte.

     Sus ojos, libres de todo fingimiento, brillaban como los de una fiera al acecho y exclamaciones de sorpresa  y coraje se escapaban con frecuencia de sus plegados labios, al mirarlo todo minuciosamente.

Ana María, había mandado servir la merienda y se extrañaba que el conde pudiera permanecer tanto tiempo en aquellas tétricas sombras. No podía suponer que la desobediencia a unas órdenes que no consideró de gran importancia, iba a costarle muy caro en un futuro muy próximo.
Cuando Oswaldo apareció ante ella, pulcro y elegante, disculpando su tardanza, no sólo en los sótanos, sino que también en el prohibido despacho, en el que tan solo quedaba una estela de perfume que denunciaba su paso por allí.
    Durante la merienda, se mostró ingenioso y cautivador; pero varias veces su mano derecha acarició los documentos que ocultaba en las profundidades de su esplendido “chaquet”.


* * * * *


domingo, 16 de junio de 2013

El Secreto...Tercera parte del capítulo III

    Oswaldo pensaba que la suerte no parecía ayudarle en su arriesgada empresa, ya que era de todo punto preciso que él entrara en aquellos profundos sótanos del palacio.

    De pronto se le ocurrió una idea temeraria…

* * * *
    Luana se echó sobre sus desnudos hombros un echarpe de gasa y encaje, saliendo a la nívea terraza de inmaculado mármol. La noche era calurosa, como suelen ser las noches de los veranos toledanos, y los altos árboles del jardín, ni siquiera movían una sola de sus verdes hojas;
La bella joven miró al cielo tachonado de estrellas, y retuvo allí su mirada, complacida ante el maravilloso espectáculo.
    De pronto, y como solía hacerlo muchas noches, se envolvió en el echarpe y descendió la blanca escalinata hasta el jardín. Vagó por sus avenidas como una sombra blanca y etérea, complaciéndose en soñar locuras imposibles…
    Tras caminar un largo rato, se sentó bajo un nutrido grupo de blancos sauces y aspiró con fuerza los perfumados efluvios que la noche traía consigo. Estaba descontenta de sí misma y sus bellos ojos pregonaban el desconcierto que reinaba en ella. Hacía tres días que no veía al conde Oswaldo y cuatro que se paseaba por la orilla del Tajo, sin ver tampoco al desconocido que aceleró los latidos de su joven corazón.
    De repente, un melódico silbido, llenó de dulces ecos el silencio de la noche…
     Luana creyó que soñaba, pero comprendió, por la aceleración de sus latidos, que estaba bien despierta, y que el desconocido, con nombre distinguido y pinta de plebeyo, se hallaba en el jardín, a pocos pasos de ella.
La noche dibujó la atractiva figura de Luis Martín González, con su negra capa cayendo a sus espaldas y el acero de su espada brillando a lo largo de su cuerpo…
Luana, no sabía que decir, miraba al aparecido y pensaba que tenía que proceder con cautela, si no quería perder la cabeza por aquel hombre con aires de gran señor y rostro de granuja.
    Cuando por fin se decidió  a hablar, su voz sonó altiva y enfadada.

_ Es casi comprensible que un hombre osado, como vos sois, aborde en plena carretera el carruaje de una dama; pero que salte las altas tapias de su casa, ocultándose en las sombras, ya no me parece ni siquiera razonable_ miró el rostro moreno que sonreía y siguió, mordaz: _ ¿Qué esgrimiréis en vuestro favor si alguno de mis lacayos llega a descubrir vuestra presencia?

El joven mostró su mejor sonrisa a la par que replicaba;
_ Diría que me robaron el corazón y que había venido a recuperarlo. Si son hombres sabrán comprender. Porque un corazón se pierde sin luchar; nada valen las espadas, ni las razones del calculador cuando éste_ puso la mano sobre el corazón_ se empeña en hacer locuras.
_ ¿Luego, confesáis que esta incursión nocturna es una locura?
_ Una locura es soñar, vivir y amar; todo lo más bello que la vida encierra viene envuelto en un hálito de apasionante locura…
_Idos, idos pronto, antes de que también yo me contagie de ese…hálito, de locuras que presiento en vuestra persona.
_ No me iré aún, condesa; necesito antes mirarme en las verdes aguas de esos ojos que cautivan._ El desconocido hizo ademán de acercarse a ella.
_No osareis acercaros más; debéis comprender que una condesa no es una moza de mesón.
_Si fueseis esa moza que aludís, yo me sentaría en ese rústico banco y rodearía con mis brazos el más hermoso y atractivo cuerpo de mujer que he visto jamás.
     Luana temió por un momento que lo hiciese, aun sabiendo que era Condesa de Alamar.
    Pero Luis Martín contuvo el deseo, que brillaba en sus intensos ojos negros, y se sentó en el banco, algo alejado de ella.
_ No temáis, no beso a una mujer más que cuando sé que ella lo desea. Y  vos, condesa, estáis demasiado asustada para saber lo que deseáis.

    Luana sintió que se sofocaba de indignación al escucharle.

_ Es inaudita vuestra presunción y desfachatez.
_ No lo creáis, Sólo que conozco el alma de las mujeres, por eso apostaría doble contra sencillo, que, en la virginal intimidad de vuestra alcoba, pensareis  sin duda, que os gustaría haber sido besada con pasión…
_ Seguid hablando a las estrellas señor… González.
Ellas también tienen un alma femenina; quizás les agrade más que a mí el escuchar vuestra engreída charla.
    Se levantó con aire decidido. En su ánimo, estaba el alejarse apresuradamente del peligro que representaba aquel joven para su corazón ahíto de sueños. Mas las palabras que el hombre pronunció la dejaron clavada en el sitio.

_ Nunca debí mezclaros en mi vida, sois demasiado hermosa…

    Luana clavó sus verdes ojos en los del joven. Comprendía que él había hablado más para sí que para ella, y fue eso lo que más le intrigó.
_Mi vida, caballero o mercenario espadachín, no podrá ir nunca mezclada a la de un hombre como vos.
La condesa de Alamar no puede mezclar en su vida un hombre que se oculta entre las sombras, que asalta carruajes y asusta doncellas.
_ Sé que no puedo amaros, ni podéis amarme vos. ¿El Porqué? Mi plebeya condición, mi vida errante; lo que sea. El caso es que vos no debisteis salir al jardín ni yo detener mis pasos, hechizado ante vuestra encantadora silueta.
_ No os comprendo…
_ Pobre de mí, si vuestro cerebro fuera tan preclaro que pudiese comprenderme. No, no lo permita mi mala estrella.
_ Me intrigáis.
_ Estupendo, Estoy seguro de que esta noche lo último que vuestros tentadores labios pronunciarán será mi nombre.
_ modesto no sois…
_ Todo me favorece, si quisiera enamoraros, la plácida y perfumada noche, ese cielo rutilante, la brillante luz de las estrellas…_ cruzó una pierna sobre la otra en postura cómoda e indolente y volvió a silbar la tonadilla que antes estremeciese a la joven condesa.
Cuando la última nota se perdió en el silencio de la noche, Luis Martín miró a la joven con intensidad al decir: _ ¿Veis? Ni moza de mesón ni damas de alta cuna pueden quedar impasibles ante la melodía de mis labios, máxime si es con luna llena cuando la escuchan, y además consigo intrigarlas.
_ Olvidáis algo…
_ Decid, bella dama.
_ Vuestra osadía, la gran simpatía que inspiráis y que yo no os niego, esa simpatía que tiene todo vividor, todo espadachín a sueldo, todo mercenario…
    El rió fuerte, con carcajadas, que se perdieron a lo lejos.
    _ Estáis preciosa cuando os enfadáis. Mi mala estrella os puso en mi camino y presiento que no tendré tranquilidad hasta que, con mis labios, os aplaste ese mohín indolente y altivo que provoca a mi corazón.
 _ Vuestro corazón debe ser tan...
 _ Podéis seguir…las palabras de una dama no me ofenden, máxime si es tan hechicera como vos.
_ ¿Ni aunque os llame despreciable?
_ Ni aun entonces. Sé que cuando un potro presiente que va a ceder a la destreza del domador intenta por todos los medios defenderse. Pues bien, la mujer es igual.
_ ¿Os atrevéis a decir que yo…?
_Tenéis el mismo encanto para mí que un potrillo salvaje para un experto domador.
_ Presiento que os odiaré con toda mi alma.
_ Llegareis a odiarme, pero no será hoy. Me odiareis cuando selle esos labios de tentación, condesa… y los besaré, os juro que los besaré.
  
    Luana, incapaz de resistir el furor que la acometía, recogió con ambas manos los amplios vuelos de su falda y corrió hacia la casa por el camino más corto.

Los estefanotes, los tamarindos y las rosas parecían repercutir la risa burlona que acompañó la marcha de la muchacha. Y cuando el reloj de la catedral dio las dos de la madrugada, Luana no tuvo más remedio que confesarse que… tal como el apuesto joven había predicho, sus últimos pensamientos antes de dormir, serían para él…






sábado, 8 de junio de 2013

El Secreto, Segunda parte del capítulo III

    No se le ocurrió repetir aquello. Sabía qué el seguía allí, escoltándola y casi sintió pena cuando poco antes de llegar a la ciudad, dejó de sentir su galopar y su canción alegre y melódica, que a ella le estremeció dulcemente el corazón.

* * * * *

Luana se había arreglado con esmero, y esperaba que la vieja Yaya la avisara de que el carruaje estaba dispuesto. Puso en su tocado turbada ilusión y loca impaciencia. Sin querer explicarse el motivo, deseaba estar muy hermosa.
    Toda la tarde anterior y parte de la noche, hasta que el sueño la rindió, su cerebro repetía con insistencia un nombre: Luis Martín González…
    Los perfumados efluvios que entraban del jardín, la suave brisa entre las ramas de los árboles, todo parecían recordarle al joven osado y burlón, que la había seguido a lo largo del camino.
    Mirando el horizonte, sus labios musitaron como un rezo:
_ Luis Martín… ¿por qué ni Alberto ni Oswaldo serán como tú?

    El sonido alegre de la campanilla de la cancela, llegó hasta ella apagadamente, sacándola de su ensueño.
    “¿Quién será?”, se preguntó sorprendida, imaginando que sería Fernando, con una perfumada disculpa en forma de misiva, en la que el francés manifestaría el no poder salir hoy tampoco, porque los latidos de su corazón eran demasiado fuertes y le fatigaban.
    La campanilla seguía sonando con insistencia, pero ya un lacayo se encaminaba allí a toda prisa.
    Un alegre tintineo de cascabeles, la hizo asomarse al mirador de la terraza y un gesto de disgusto se dibujó en su fresca boca, de rojos y atractivos labios.
    El conde Oswaldo de Livov descendía de un precioso carruaje y el lacayo en el estribo, sostenía un “bouquet” de maravillosas y raras rosas azules.
     Cuando su madre fue a anunciarle la llegada del joven, el gesto de Luana era hosco, y en su luminosa mirada, se advertía claramente el furor que la embargaba.

_ Luana, hijita, ha llegado el conde Oswaldo.
_ Lo sé, mamá, y ello me fastidia enormemente.
_ No comprendo, Ayer te disgustó el que no viniese y hoy te enfadas por que llegó.
_ Si ayer me disgustó, fue únicamente por su falta de caballerosidad y de tacto, al hacerme esperar.
_ ¿Y hoy por que te enojas?
_ No me comprenderías, mamá.
_ Tienes razón, hija. Somos tan distintas…

Ana María había reseñado una gran verdad. En nada se parecían Luana y ella. La condesa tenía unos ojos dulces y sumisos, el cabello rubio, de un rubio, ceniza claro. Era aún muy hermosa y su única preocupación era la de no envejecer. Poseía un carácter pasivo y era incapaz de tomar una determinación por si misma.
    Se había casado demasiado joven, y cuando pocos años después, su esposo falleció, dejándola viuda con una niña de seis años sintió entonces el terror de su soledad. Se casó dos años después con el único hermano de su marido por que todos estaban de acuerdo, hasta la misma Luana, que estuvo encantada de que su querido padrino viniera a vivir con ellas.
    Este casamiento hizo feliz a Ana María, ya que ni siquiera tendría la necesidad de cambiar de apellido, cosa que le habría disgustado porque se había habituado a el y le gustaba.
    La anciana Yaya entró en los lujosos aposentos y anunció la visita del conde, saliendo ambas a recibirle.
   Oswaldo de Livov, con el ramo de rosas, el traje completamente ceñido y los encajes perfectamente almidonados, parecía una estampa viviente arrancada de la Corte de Versalles. Después de besar la mano de las dos damas, tendió a la muchacha el precioso ramo.
  
_ Luan, aceptad estas humildes flores, que os ofrezco con la más rendida admiración a vuestra belleza.

   La condesa pensó que aquel joven era la encarnación de la delicadeza y la galantería, mientras su hija hacía esfuerzos por contener la risa, pensando que Oswaldo era un perfecto idiota. No obstante dijo fingiendo complacencia:

_ Muy amable, conde. ¿Cómo agradeceros…?
_ No se hable entre nosotros de agradecimiento, Luan, El único que tiene motivos para estarlo soy yo.
    La madre de Luana, bajo el pretexto de urgentes quehaceres, abandonó el salón y los dejó solos.
    Entonces, Oswaldo se puso el monóculo y miró a la bellísima joven con aire de pesadumbre.

_ El caso, Luan, es que mi corazón sigue palpitando a marchas forzadas, y claro, un paseo en estas condiciones podría serle perjudicial. Y quisiera, abusando de ese candor que se lee en vuestros ojos, pediros un favor.
_ Vos diréis, conde.

Luana pensó que sus ojos no reflejaban candor alguno, pero si él los veía así…
_ Son dos favores que quisiera pediros. El primero es…_ carraspeó ligeramente como si le turbara lo que iba a decir_. El primero es… que dejéis de emplear el “conde” cuando os dirijáis a mí. Llamadme Oswaldo.

_Concedido los primero… Oswaldo.
_ Sois la jovencita más encantadora que cobija el cielo toledano.
_ ¿Y el segundo?

    En los verdes ojos de la joven Condesa se adivinaba una divertida burla.
_ El segundo, es que suspendamos nuestro matinal paseo y me enseñéis vos el palacio, ya que quisiera hacer algunas reformas en mi palacete y me gustaría que me orientarais un poco sobre el estilo castellano.
    Luana quedó pensativa un instante, y luego, encogiéndose de hombros, musitó quedamente:
_ Concedida la segunda petición._ Y después de una pequeña pausa, preguntó: _ ¿Por dónde deseáis que empecemos?
_ Lo dejo a vuestra elección.
_ Entonces seguidme.
   Le guió por largos e interminables pasillos y le enseñó, como si quisiera burlarse de él, hasta el más pequeño o insignificante rincón del palacio.
    Oswaldo lo examinaba todo con demasiada atención y sus exclamaciones se dejaron escuchar con frecuencia.
_ Tiene usted una casa preciosa, Luan. Un digno marco para su perfecta belleza.
_ Si vos conde…digo, Oswaldo…Si vos consideráis como una galantería eso de “perfecta belleza” os ruego entonces que no lo digáis otra vez. No hay nada tan insoportable como una mujer o un hombre perfectos. Y si me lo permitís, yo también quisiera pediros un favor.
_ Concedido al instante.
_ ¿Sin conocer la índole de mi petición?
_ Pues…aunque mi delicada salud no me permite poner mi espada al servicio de las damas, mi corazón está siempre ansioso de ponerse al servicio de la belleza.

    Oswaldo observó el juvenil rostro, que había tomado un matiz soñador. Por unos instantes las palabras del francés borraron el presente y la trasladaron a la orilla del Tajo, donde un hombre osadamente audaz le hiciera enrojecer al enviarle un beso con la punta de sus dedos.
    Tan real fue el recuerdo que Luana se estremeció. Una tos burlona la sacó de su ensueño.
_ Perdón, Oswaldo; por un momento mis pensamientos me trasladaron fuera de estos muros.
_ ¿Lejos?
_ No, muy lejos no…
_ Vuestros pensamientos debieron ser muy bellos, ya que vuestros ojos brillan intensamente.
_ Pues era todo lo contrario, fue un pensamiento molesto y…y… pero nos estamos alejando de la petición que quería haceros.
_ Ninguna petición tenéis que hacerme. Mandad y seréis prontamente obedecida.
_ Pero si es una insignificancia…Solamente quería pediros que no me llaméis por ningún diminutivo por que tengo la sensación de que no se dirigen hacia mí.

    El semblante algo cómico del conde, parecía consternado.
_! A mí, que me gustaba tanto!...Se me antoja que al llamaros así nadie más que tenía derecho a cierta intimidad.
    Se quedó unos momentos pensativo y después preguntó:
_ Y Ana ¿Podría llamaros Ana?

La Joven rió divertida. Pensó que aquel caballerete francés, no tenía remedio.

_ Podéis llamarme como os plazca, no discutiremos más ese tema.
_ Muchísimas gracias. ¿Qué más faltaba por ver?
_ Solo las habitaciones de mamá y las mías…! Ah, y la cocina!_ Y burlona añadió: _ Pero no creo que os interesen, ¿verdad?
_ No, eso no me interesa… por ahora; quizá más adelante. Lo que sí me gustaría ver es el despacho de vuestro tutor y, si no os da demasiado miedo, también los sótanos.

    Oswaldo esperó la contestación con mal contenida ansiedad.

_ Podéis creerme que lo siento, ni una cosa ni otra puede abrirse sin la aprobación de mi padrino.
_ ¿Por qué?
_ Lo ignoro. Pero sé que se pone colérico si osamos entrar, sin su consentimiento. En los únicos lugares que el nos prohíbe.
_ Lo siento, pero me hacia ilusión ver los subterráneos de este antiguo palacio.
_ ¿No creéis que para vuestro corazón, no es precisamente un lugar muy reconfortable?
_Pudiera ser que no le beneficiase mucho, cierto.

Abandonaron la mansión y salieron al jardín. El día era alegre y  luminoso y el cielo, de un azul radiante, invitaba a pasear entre la frondosidad de aquel vergel.

    Ambos se internaron entre sus senderos, absortos cada uno en sus pensamientos. Y Luana pensó que, quizá bajo otros árboles, bajo otras sombras, un arrogante jinete, a lomos de un brioso corcel, esperaba impaciente el paso de cierta carroza…

    Oswaldo pensaba que la suerte no parecía ayudarle en su arriesgada empresa, ya que era de todo punto preciso que él entrara en aquellos profundos sótanos del palacio.


    De pronto se le ocurrió una idea temeraria…