sábado, 27 de julio de 2013

El Secreto....Capítulo V

    Hernán y Alberto, derrotados, vieron cómo los dos jóvenes se apoderaban de las armas, y se alejaron de allí poniendo los caballos al galope.
    El sol se había ocultado por completo, dejando paso a una noche serena y apacible.

 V
    
Dos días después…

_ ¡No sabéis cuánto siento volver a ponerme este traje! Esta careta de polvos parece que me quita la respiración.
_ Pues es necesario que la cargues bien; si te reconocieran sería fatal.
_ No temáis. ¡Quién va a creer que el temeroso e insípido conde Oswaldo de Livov sea el espadachín que regó con su sangre el camino de entrada a Toledo.
_ Una imprudencia podía echarlo todo a rodar, hijo mío. Quizá lo más acertado sería que no fueras. Tu brazo puede delatarte.
_ Es preciso que vaya, si queremos averiguar el nombre de la personas que les proporciona las armas y con que fin.
_ El fin, puedes suponerlo, derrocar al Rey.
_ Y en caso de que fracasen, tenerlo todo preparado para que las sospechas recaigan sobre un inocente.
_ Nunca se me olvidará la cara que pusiste en el mesón cuando viste que el armamento venía a tu nombre.
_ Son astutos como zorros. ¿Quién iba a pensar en semejante eventualidad? ¡Ponerme a mí de caballo blanco! Y lo malo es que ello nos hace continuar la lucha.
_ ¿No sería mejor que, en lugar de ir a “Las Mimosas”, marchaseis a Madrid y pusierais las cosas en claro?
_ Comprendo, tío que tengáis prisa en que vuestra inocencia brille con el esplendor del sol; pero me gustaría…
_ Sé lo que te gustaría_ le atajó el conde_. Te gusta la aventura y sientes dejar en manos de la justicia la terminación de tu obra.
_ No es eso, exactamente…
Con gesto pícaro y burlón, el pelirrojo francés tomó un gran frasco de perfume y se lo tendió a su primo.
_ Sé que ningún razonamiento te hará desistir de tus planes; lo mismo que tampoco desistiría yo. Perfúmate, pues, y vete. Mucho cuidado muchacho…
_ Lo tendré Tío
Abandono la gran casa cuando llegó la noche y, en un “Victoria” descubierto, se encaminó al palacio de los condes de Alamar.
Honda extrañeza se plasmó en el empolvado rostro al ver la larga hilera de coches que se apostaba a todo lo largo de la alta tapia.
    La gran verja de hierro estaba abierta y él, dudo si hacer como los demás o seguir hasta la misma escalinata de mármol, como otras veces.
_ ¿Qué hago, señor?
_ Sigue hasta dentro, Nando, me gusta ser original en todo.
    Un lacayo con uniforme de fiesta corrió a detener la marcha del “Victoria”, pero Fernando no se detuvo hasta la misma entrada.
    Descendió ayudado por otro lacayo y el mayordomo le anunció con voz pomposa y enflautada.
_ ¡El señor conde de Montoro, Don Oswaldo de Livov!
  
 La condesa y su esposo corrieron hacia el ,con eufórica alegría.

_ Bienvenido muchacho_ y como si quisiera que los demás invitados vieran la amistad que les unía, le dio unas suaves palmaditas en la espalda al añadir: _ Os esperábamos ayer, Oswaldo.
_ Conde, nos teníais impaciente con la tardanza. La fiesta habría carecido de esplendor sin vuestra presencia.
_ Muy amables, querida señora.
_ Acercaos y os presentaré a mis invitados.
_ Ignoraba que dabais una fiesta. Vine en la creencia de que estaríamos en familia y a presentar mis excusas por mi descortesía de ayer.
_ Os lo ocultamos, temerosos de que no vendríais a causa de vuestro delicado corazón.
_ Habría venido lo mismo, condesa. ¿Qué tal, vuestro viaje a la Corte, conde?! Qué pregunta más tonta! ¿Verdad? Me alegré mucho cuando Nando me dijo que regresó sin novedad. Lamenté considerablemente no poder aprovechar vuestra amable invitación para el almuerzo condesa.
_ Ya. Imaginamos en seguida que vuestro corazón no marchaba bien.
La burla que leyó en los ojos del conde desconcertó a Oswaldo, que no supo a que atribuirla.
    Le presentaron a mucha gente, que el procuraba estudiar con toda atención, mientras sonreía al prodigar cumplidos a lindas señoritas.
    Unos ojos negros, en una preciosa cara de muñeca, le hicieron odiar con intensidad la careta de polvos, la blanca peluca de rizos, el intenso perfume que Frederick vertiera sobre su entallado “chaquet”…todo, todo lo odiaba en aquel momento.
_ ¡Maldita sea mi suerte! Lo que yo daría ahora por poder mirarme en esos ojos de princesa árabe…
_ Perdonad, conde, seguramente iba distraída y no os presté la debida atención. ¿Decíais?
    Oswaldo la miró extrañado. Por lo visto había hablado sin darse cuenta que la condesa de Alamar iba a su lado.
   Se colocó el monóculo y exclamó indiferente;
_ Nada de importancia Ana María, os preguntaba cual era el motivo de la fiesta.
_ Luego lo sabréis. Es una sorpresa_ le miró disimuladamente al proseguir_ aunque no sé si será muy agradable…
Podéis estar segura, de que nada que venga de mis queridos amigos será desagradable para mí.
_ No sé, no sé…

   Al joven le pareció que los ojos de la frágil y bella dama reflejaban tristeza, pero nada indagó sobre ello. Se limitó a encogerse de hombros y esperó la sorpresa, disimulando la impaciencia que sentía.
_No he visto a vuestra encantadora hija, condesa.
_ Luana debe andar por el jardín.
_ ¿Sola?
La dama suspiró y  movió su rubia cabellera, hablando mas para si misma que para el joven interlocutor.
_ No creo que esté sola, puesto que Alberto tampoco está en el salón. Pero no pueden tardar, ya que los músicos están dispuestos para dar comienzo el “minué”. Ya veréis conde, después de la cena, tocarán unos bailes que son famosos en toda Europa.
    Todo el gesto cansado y triste había desaparecido del rostro de la dama y sus ojos brillaban ilusionados.
_ El “minué” es mi pasión, querida señora.
_ Entonces daos prisa en buscar pareja, Oswaldo.
El joven se inclinó reverente y fue en busca de la muchachita de ojos negros.
   La encontró entre un grupo de señoras que le acogieron con simpatía. Se inclinó ante ella diciendo con rendida galantería.

_ Sería muy feliz si en lo sucesivo pudiera recordaros como mi pareja de esta noche.
Cuando se incorporó, los ojos sonreían ilusionados.
_ Es un honor que acepto caballero.
    Tanto las señoras como las chicas jóvenes denotaban en sus rostros la ilusión por la danza que iba a dar comienzo.
    En aquel momento Luana y Alberto entraba en el salón y la orquesta atacaba el preludio del “minué”.
    Ellos abrieron el baile y pronto el iluminado salón se pobló de damas y galanes que, al ritmo de la música suave y romántica, trazaban las diversas y elegantes figuras.
    Los vestidos de diáfanos vuelos, y el calzón ajustado, se unían y desunían en la danza como graciosas y versátiles mariposas…
    Oswaldo, a su pesar, admiró la belleza altiva y serena de Luana.
    Las veces que la joven condesa puso su mano entre la suya le pareció que temblaba, pero al mirar sus verdes ojos, los encontró claros y serenos.
    _ Luana… baila maravillosamente.
_ Tampoco vos lo hacéis mal.
_ Os he llamado Luana, ¿Qué os parece?
_ Muy bien conde.
     La danza les separó y le llevó a él de nuevo hacía la chiquilla de los ojos negros. Al coger su enguantada mano se la presionó levemente.
_ Sois muy bonita, mucho…como un sueño…
_ Por favor conde.
_Tanto que, por admiraros, no presté atención a vuestro nombre.
_ ¿Y os interesa…mi nombre?
_ Me interesan vuestros ojos, vuestro nombre, toda vuestra persona…
   
 La jovencita enrojeció visiblemente, turbada ante tales lisonjas.
    Oswaldo volvió a insistir.
_ ¿Me decís vuestro nombre bella damita?
    El paso de la danza les separaba ya, cuando ella dijo;

_Mari Luz Cañizares

El, disimuladamente, amparado en las figuras del baile, llevó la mano hasta sus labios y envió un beso a la linda figurita que ya trenzaba, ruborosa, nuevos pasos con otro caballero.
    El “minué” se terminó entre efusivos aplausos y todos, seguidamente, pasaron al comedor.
    Oswaldo maldijo su suerte, ya que le situaron entre la duquesa de Cañizares, madre de Mari Luz y otra marquesa también entrada en años, a las que atendió de mala gana.
     La cena transcurrió amena y agradable, pero el joven respiró satisfecho cuando finalizó.
    Antes de que los comensales abandonaran el comedor, el conde Hernán se puso en pie e hizo una señal para ser escuchado.
_ Señoras, caballeros. Esta pequeña fiesta fue dada con motivo del XIII aniversario de nuestra boda, pero tiene también otra finalidad._ Esperó ver todos los ojos coincidiendo en él, antes de seguir-: Ha sido pedida la mano de nuestra hija por don Alberto de Mendiazábal , marqués de Tornellá, y nos sentimos muy complacidos, tanto Luana como nosotros, del honor que nos hizo fijándose  en ella para continuar la raza y la estirpe de tan distinguida casa. Por lo tanto, y ya que el marqués tiene su puesto en la Corte, la boda se celebrará muy en breve.
    Grandes aplausos cerraron la noticia que ya muchos esperaban. Oswaldo miró a Luana que impasible recibía los parabienes y enhorabuenas con la misma altivez que una reina antes sus súbditos.
    El también se acerco a ella, pero, en vez de felicitarla como hacían los demás, se inclinó ante ella y le dijo:
_ Me haríais feliz concediéndome el segundo baile.
_ ¿Por qué el segundo?
_ El primero es de ritual que lo bailéis con vuestro prometido.
_ contad con el segundo conde.
_ Habíamos quedado en me llamaríais Oswaldo.
Luana esbozó una sonrisa al decir:
 _ Os espero, Oswaldo, en los primeros preludios del segundo baile.
    Luana fue acaparada por las otras muchachas que deseosas de saber, la preguntaban.
_ ¿Cómo irás vestida?
_ Quién será tu madrina?
_ ¿Llevaras corte de honor?
_ ¿En quienes recaerá tu elección?
_ Por favor, amiguitas, ¿No os parecen muchas preguntas para contestarlas ahora?
_ Tiene razón, chicas; ya lo iremos sabiendo todo a su debido tiempo.
_ Yo me consuelo pensando que no falta mucho…
_Si; el conde dijo que muy en breve.
_A, ¡Que suerte, irte a vivir a Madrid!

Luana sonrió con amargura, pensando que aún había quien envidiaba su suerte.
Alberto, mientras, recibía los parabienes con sonrisa feliz, ya que aquel enlace colmaba sus aspiraciones ¿Que la novia no le amaba? El la deseaba y eso era suficiente. Haría en la Corte una bonita marquesa y el título cobraría esplendor con su seductora belleza…
    La orquesta atacó los primeros compases de una alegre “giga” y él se encaminó en busca de la que era ya su prometida. Sin una pregunta, la enlazó por la cintura y se deslizaron por el brillante salón.
    Las demás parejas siguieron su ejemplo y pronto el recinto ofreció el aspecto de un enjambre de aladas y encantadoras mariposas.
    Al segundo baile, Oswaldo fue en busca de su pareja,
_ Llegó mi turno, condesa. Ya veis que no os llamo ningún diminutivo, ni siquiera Ana.
_ Y yo os agradezco que así sea.
_ Espero que al bailar conmigo, vuestro gesto sea algo más alegre y cordial que el que lucisteis en el primer baile_ prosiguió el conde.
    Luana sonrió con amargura y se dejó enlazar por el hombre, cuyo perfume apagaba el suyo.
    El joven, olvidando su papel, bailaba con toda su destreza y, a medida que la pieza avanzaba, apretaba más el cerco de su brazo en torno a la juvenil cintura…
_ Esta noche estáis encantadora.
_ Lo menos importante para mi, es mi belleza esta noche.
_ ¡Que desatino! En cualquier ocasión de la vida, una mujer tiene que preocuparse de su belleza, ya que en ella tiene un arma poderosa.
_Un arma poderosa…
_ ¿Dije algo inconveniente?
_No.
_ Esta noche, vuestra belleza podría conquistar un trono, si os lo proponéis.
    La apretó más contra sí, y sus ojos, libres del disimulo de otras veces, reflejaron la admiración que la joven despertaba en el.
    Luana le miró extrañada.
_ Podía decirse que Toledo os ha cambiado conde… Y yo diría que esa voz…
    No terminó lo que quería decir. Su pensamiento había seguido otros senderos.
    Oswaldo, se dio cuenta de lo que se jugaba si se dejaba llevar por sus impulsos, volvió a su papel de conde francés, amanerado y cursi.
_ En nada he cambiado, Luan… Perdón, Luana, es sencillamente, que el baile ahuyenta de mí todo pensamiento triste. Olvido que mamá murió del corazón y papá… Bueno, no quiero entristecerme, ya que ello podría perjudicar mi salud.
    Se inició otra pieza de baile, pero esta vez bailó con Mari Luz, no volvió a bailar con Luana en toda la noche.


* * * * *

sábado, 13 de julio de 2013

El Secreto...tercera parte del capítulo IV

Frederick, antes de desaparecer entre los oscuros árboles, levantó la mano en señal de despedida y sonrió malicioso al gritarle a Pedro:
_ ¡Has de comprar una nueva escalera, cualquier aventura galante puede terminar en tragedia, si el galán tiene que escapar por ella! Está ya muy vieja.

* * * * *

    Apostaron los caballos tras un pequeño monte coronado de abetos y descabalgaron, sentándose entre el enmarañado follaje.
    Los minutos se sucedían con agobiante lentitud y el sol, que iluminaba aquel solitario paraje, empezaba a perder fuerza al ir declinando la tarde.
_ Lo que es de disfraces marcho bien esta temporada cuando vuelva a mis correrías carnavalescas en Viena, voto por las barbas de Lucifer que bien entrenado voy a estar en el fingimiento y el disimulo.
_ Dichoso tú que piensas volver a Viena. Yo…
    Los oscuros ojos de Oswaldo se clavaron en el joven con simpática burla.
_ Claro, pobre, Frederick; tu espada no está práctica en la esgrima, y es casi comprensible que sientas miedo.
    Los dos rieron y ambos pensaron en lo mismo: en las muchas veces que sus espadas habían salido triunfantes en el campo de honor.
   El alegre y lejano tintineo de cascabeles les hizo enderezarse y ponerse en guardia.
    Los dos simultáneamente empuñaron la espada.
   El cascabeleo se sentía cada vez más cerca. Montaron sus caballos y se dispusieron a atacar.
_ Oye, ¿Y si no fueran ellos?
_ Enseguida lo sabremos.
Oswaldo trepó monte arriba, protegiéndose entre los gruesos árboles y mirando a lo lejos. Luego, sonriendo, se reunió con su primo.
_ Menudo susto habríamos dado a esa pobre gente, si les atacamos.
_ ¿Quienes son?
Efectivamente, sólo unos segundos después una antigua y renqueante diligencia, atestada de viajeros dejaba atrás el escondite de los jóvenes, perdiéndose a lo lejos.
    No volvieron a descabalgar. La hora de la lucha no podía estar lejana y ellos empezaban a sentir los nervios en tensión.
_ Oye, primo. ¿Qué fue de aquella condesa italiana que te trajo mareado la última temporada?
_ ¿Te refieres a Isabella?
_ Si, es una verdadera belleza y te confieso que llegué a sentir miedo por tu soltería; sus ojos negros…
_ Por mi soltería no pases cuidado, Frederick; bastante tienes con preocuparte de la tuya.
_ Mi caso es diferente. Linette sabe que un día tendrá que decir adiós, aunque eso tarde aún mucho tiempo. Oye, ¿Qué tal es la hijastra del granuja que aguardamos?
_ ¡Pchs! Discreta. Tiene unos ojos muy bellos…
_ ¿Negros?
Frederick hizo la pregunta como si temiera una respuesta afirmativa.
    Oswaldo río contenidamente.
_ No, todo lo contrario, son verdes, aunque reconozco que son preciosos. Lo más atractivo en ella es un mohín indolente y altivo que hace cuando se burla…cuando se burla de mí.
_ ¡Cómo me gustaría verte en tu papel!
_ Un papel que, si hoy tenemos suerte, no interpretaré jamás.
_ ¿No sentirás el no poder volver a ver a esa dama?
_ No, no sentiré dejar de verla; pero no pienso irme de Toledo sin aplastar con mis labios ese mohín, que dio vida a Luis Martín González.
_ ¿No crees que besar a esa criatura pueda ser perjudicial a tu gastado corazón?
Los dos, rieron burlonamente.
_ El corazón de Luis Martín, no acelera sus latidos, por fuertes que sean las emociones a que se le sometan. Lo que no soportaría mi corazón es salir de España deseando haber besado a esa muchacha, ya que siempre me acompañaría el resquemor de un capricho no realizado. Además, juré besarla y siempre cumplo mis juramentos.
_ Siempre que no se trate de amor, ¿Verdad?
_ Nunca juro amor, Frederick.
_ ¡No lo comprendo!
_ ¿No? Pues es bien fácil.
_ ¿Quieres entonces decirme el secreto?
_ No hay tal secreto. Nunca les digo que las amo; son mis ojos los encargados de jurarlo, y créeme, además de no ser nada comprometido, es un juramento muy eficaz. Puedes hacer la prueba y verás su eficacia.
_ Lo haré primo, lo haré…
 Sus alegres carcajadas fueron cortadas en seco por un cercano cascabeleo.
Oswaldo repitió la operación anterior y vio avanzar rápidamente hacia allí un tronco de caballos que tiraban de una lujosa carroza.
Descendió a toda prisa y, por sus gestos, Frederick comprendió, que los que llegaban eran los que esperaban.
_ ¡Dichosas mujeres! Rememorando sus encantos, perdimos la noción del tiempo. ¡Por poco pasan ésos de largo, dejándonos con un palmo de narices!
    El trote de los caballos se percibía claramente y pronto alcanzarían el pequeño monte.
_ Primo, llegó la hora.
_ Entonces que el Cristo de las Batallas nos proteja; era el que siempre invocaba D. Juan de Austria…
Salieron a la solitaria carretera y se apostaron uno a cada orilla.
    El coche, a todo galope, llegó hasta ellos. Entonces, los dos a una gritaron:
_ ¡Alto en nombre del Rey!
No se detuvieron, y los caballos, azuzados por el experto cochero, galoparon más deprisa todavía.
Volvieron a gritar la orden y los resultados fueron los mismos.
    Oswaldo y Frederick desenvainaron entonces las espadas, y se acercaron peligrosamente a la carroza. Los dos a la vez las levantaron en alto y el sol del ocaso , puso en ellas reflejos siniestros al refulgir en sus brillantes aceros…
    Pegaron sus monturas a las de la carroza y, de un certero golpe, cortaron las riendas.
    El cochero cayó de espaldas sobre el carruaje  y los caballos se detuvieron unos metros más allá.
    Con la más audaz decisión, se enfrentaron a los dos hombres que, puestos en pie en los estribos, les miraban, echando fuego por los ojos.
    La voz del conde Hernán, temblaba de cólera al gritarles:
_ ¡Esto es un asalto en toda regla!
_ Vosotros lo habéis querido. Os hemos mandado detener en nombre del Rey.
_ ¿Y desde cuando las tropas del Rey visten de esa forma?
_ Una salida muy original. Vosotros no obedecisteis la orden porque no habéis querido, que no tuvisteis tiempo de ver cómo íbamos vestidos.
_ No tenemos tiempo de discutir. ¿Qué queréis?
_ Registrar el coche.
_ ¿Registrar el coche? ¿Puede saberse por qué?
_ Basta con saber que es una orden y una orden que pensamos cumplir.
_ ¡Insolente! ¿Sabéis, acaso, con quién estáis tratando?
_ Sí. Con unos ciudadanos que desoyeron una orden del Rey.
_ No somos unos simples ciudadanos, somos los caballeros…
Un insignificante gesto del marqués de Tornellá cortó los nombres que Hernán de Aranda iba a pronunciar.
Alberto de Mendiazabal sonrió a los atacantes y les dijo, mordaz;
_ Pueden los señores espadachines registrar nuestro vehículo; pero de una cosa voy a advertirles.
_ Venga, pronto.
_ Pueden registrar, ya que pudiera ser que el Rey tuviera poderosas razones para vestir así a sus emisarios. Y la advertencia es ésta: No intentéis llevaros nada, pues vuestros intentos serían cortados de la misma forma que habéis hecho con las bridas de nuestros caballos.
    Con porte altivo descendieron del vehículo, mientras el cochero reparaba el corte que los atacantes hicieran.
    Las penetrantes miradas de los jóvenes escudriñaron sin encontrar nada de lo que esperaban hallar. Iban a darse por vencidos, cuando un gesto de triunfal alegría, que el rostro de Alberto reflejara, les hizo no desistir en su empeño.
    _ Mira. Frederick, estos asientos tienen doble fondo.
Se inclinaron uno a cada lado con intención de levantar el falso asiento, cuando los de fuera gritaron enfurecidos:
_ ¿Qué es lo que hacéis, voto al diablo?
_Registrar solamente registrar.
_ Os advierto que estamos perdiendo la paciencia.
Oswaldo sonrió fríamente al decir:
_ Aun es pronto caballeros.
Pisó con fuerza en lo que suponía un escondrijo de armas y las tablas saltaron, dejando al descubierto lo que tan afanosamente buscaran.
Al mismo tiempo, Hernán y Alberto, rugiendo de rabia, desenvainaron la espada y acometieron; pero las otras espadas respondieron prestamente al inesperado ataque.
    Pararon la embestida y se lanzaron fuera del coche, buscando defensa.
    Pronto se entabló la lucha. Las espadas se juntaban en siniestro entrechocar y el brillo del acero heló la sangre en las venas del cochero.
    Oswaldo y Frederick se defendían del enfurecido ataque sin gastar fuerzas, fieles a la norma de lucha que les caracterizaba y, tanto el conde como el marqués atacaban de firme, en la creencia de la superioridad de sus espadas.
    _ ¡Bandidos! Eso es lo que sois, unos malditos bandidos_ jadeó el conde.
Frederick no contestó, atento sólo a parar la acometida.
La espada de Alberto buscaba el pecho de Oswaldo, queriendo acortar la lucha; pero se dio cuenta que su contrincante, bandido, espadachín a sueldo o efectivamente soldado del Rey, era un temible enemigo.
    Rabioso al darse cuenta de ello, atacó con más furia, pero todos sus golpes eran detenidos, sin que se borrara la risa irónica en los labios del hombre al que empezaba a odiar.
_ ¿También usted cree que somos bandidos?
_ ¿Qué otra cosa, si no?
_ Poca imaginación tiene el caballero…
La sonrisa que Oswaldo empleara le enfureció más que las palabras.
_ La espada de este caballero va a fundirse en tu corazón, perro…
No terminó la frase…un alarido de dolor se escapó de sus labios.
_ Esa herida que le hice en el hombro, pude hacérsela en el brazo o en el propio corazón; pero me divierte luchar. Si acabara pronto con usted tendría que estar mirando como mi compañero ponía fuera de combate al otro caballero y eso no me divierte.
_ ¡Maldito!
Tampoco pudo terminar; otro rasguño laceró su carne.
_ No me gustan los insultos, caballerete. Por cada uno que me prodiguéis, mi espada dejará en vuestra carne una señal de mi disconformidad.
Alberto fue a replicar, pero se contuvo y atacó con todo el furor que le poseía. El entrechocar de las espadas se hizo más rápido y siniestro y la lucha más espectacular y encarnizada.
   El acero rasgaba el aire con siniestro silbido.
_ ¿Os cansáis, caballero? _ Oswaldo sonrió con cínica desenvoltura ante el jadeo del otro.
_ Nunca creí que se podía matar a una persona con el placer con que yo pienso mataros a vos.
_ Me gusta dialogar mientras lucho. ¿Queréis que os diga cómo terminará esto?
_ ¿Es que sabéis ya que os mandaré al infierno?
_ Temo que adivino el porvenir mejor que vos_ lanzó una rápida mirada a Frederick y después dijo, acentuando la sonrisa que enfureció al otro; _ Mi compañero juega con el vuestro, del mismo modo que yo voy a jugar con vos.
    Gotas de sudor perlaban la frente de Alberto y su rostro empezaba a congestionarse.
_ Os mataré antes.
_ ¿Y qué pensáis decir al Rey de nuestra muerte?_ Se burlaba.
_ La muerte de un bandido no interesa al Rey.
_ ¿Y las armas que conducís camufladas, creéis que le interesarán?
_ Eso es asunto nuestro.
    Los avances  y los retrocesos dejaban huellas en el polvo de la carretera. En uno de ellos, Alberto tropezó con el coche y su fornida espalda quedó allí clavada, creyendo llegada su última hora.
_ No debierais dejar a vuestros ojos que reflejaran el espanto. ¡No están de acuerdo con la fanfarronada valentía de que hacéis gala!
    El furor le dio nuevas energías y arremetió con rabia al burlón contrincante, aun sabiendo con certeza que podía matarle si quisiera.
    Ahora fue este el que pegó con su cuerpo en la portezuela, sintiendo el vacío a sus espaldas.
    Sentado, luchó en breve espacio de tiempo. Se defendía con brava comicidad que pudo costarle cara.
    Alberto, exasperado por el gesto, lanzó una certera estocada buscando el corazón del adversario pero el joven  la desvió con destreza y ésta fue a hundirse en el brazo.
    Se puso en pie rápidamente y, con la misma rapidez, salió por la otra puerta, mientras en sus negros ojos brillaba una decisión.
    La sangre corría por su brazo manchando de rojo el raso de la camisa y cayendo a lo largo de sus dedos. En la lucha arrastró al marqués hasta donde luchaban su primo y el conde.
   Frederick reía, socarrón las bravuras del hombre, que le admiraba a su pesar.
_ ¿Estás herido?..._ fue a llamarle por el nombre pero se contuvo, sabiendo que sería una gran imprudencia.
_ Si, es necesario acabar pronto.
_ ¿Grave?
_ No, pero pierdo sangre.
También en el traje del marqués, de negro terciopelo, se veían manchas de sangre y su demacrado rostro denotaba honda fatiga.
_ en guardia, pues. La lucha toca a su fin.
_ Vuestro amigo es tan engreído y jactancioso como vos.
_ Sabe lo que dice y vais a verlo.
    De una certera estocada, Frederick dejó fuera de combate al conde, al herirle en el brazo derecho y hacerle soltar la espada, que él recogió presto.
    A Oswaldo le costó más tiempo hacer la misma operación. Sus fuerzas se iban debilitando, ya que su herida era profunda, pero, al fin, un suspiro de alivio salió de su seca garganta cuando vio el gesto de dolor que hacía el marqués apretando el brazo y soltando la empuñadura de la espada.
    Frederick se hizo cargo de las armas. Tres de ellas tenían el brillo rojizo de las sangre en su afilada punta…
    Hernán y Alberto, derrotados, vieron cómo los dos jóvenes se apoderaban de las armas, y se alejaron de allí poniendo los caballos al galope.
    El sol se había ocultado por completo, dejando paso a una noche serena y apacible.


sábado, 6 de julio de 2013

" El secreto" segunda parte del capítulo IV

    Durante la merienda, se mostró ingenioso y cautivador; pero varias veces su mano derecha acarició los documentos que ocultaba en las profundidades de su esplendido “chaquet”.


* * * * *
_ ¿Quién llama Fernando?
_ Voy a ver, señor.
El fiel y leal criado, abrió una de las conventuales ventanas que daban a la estrecha y angosta calle toledana, y después de cerciorarse de quién era, volvió a cerrarla herméticamente.

_ ¿Quién es, Fernando? _ La voz del caballero denotaba impaciencia.
_ Un lacayo de “Las Mimosas”.

Los ojos del conde de Montoro brillaron intensamente.
_ Vendrá en busca de mi sobrino para indicarle la inmediata llegada de su señor.
_ Entonces…
_ Anda, Fernando, corre a abrirle.

El criado obedeció prestamente y, poco después recogía de manos del lacayo una perfumada nota de la condesa.

Blandiendo el sobre en el aire como un trofeo, entró en la habitación donde se hallaban el Conde Francisco, su sobrino Oswaldo y un joven pelirrojo.

Oswaldo la leyó, lanzando después ostentosas carcajadas, al decir:

_ Tenemos ya el ratón en la ratonera.
_ ¿Qué dice la nota de la condesa?
_ Que su señor esposo llega hoy alrededor de las nueve; así que no tenemos tiempo que perder, si queremos llegar a la venta de Pedro Rojas, antes de que su carroza pase por allí. ¿Estáis seguro tío, de la fidelidad de ese hombre?
_ Completamente, Pedro Rojas tiene un alma noble.
_ Además, señor conde, el oro compra cualquier alma.
_ No, Frederick, ; todo lo que el oro pueda comprar no nos ofrecería ninguna garantía. Es mucho lo que nos jugamos para exponernos a una traición. Rojas, es un fiel adicto a Felipe V y no nos traicionará; podemos estar seguros.
_ Oye; ¿Y que dirá la condesa, cuando vea que su invitado no llega presuroso para recibir a su bien amado esposo?
_ No sé como terminaremos hoy la jornada; pero la suerte ya parece estar con nosotros. La condesa me invita a almorzar mañana, ya que su esposo llega muy tarde.
_ Bravo, ya nos dirás mañana cómo cuenta la odisea de hoy el ilustre Hernán de Aranda.
_ Muchachos, estáis tan alegres como si en vez de ir a un lucha, fuerais a ir a una fiesta de la Corte; y os advierto que tanto Hernán como Alberto de Mendiazabal son unos grandes espadachines.
_ No importa tío; Frederick y yo tampoco lo hacemos mal; además tenemos la ventaja de nuestra juventud.
_ Pero ellos se defenderán con briosa locura.
_ No, no podrán pensar siquiera nuestra intención. La sorpresa les paralizará.
_ No creáis tal cosa. Son muy astutos, y la prueba la tenéis en mí. Pago sus culpas y, sin embargo, nadie sospechó de ellos, pero ahora… ahora…
_ Mucha calma, tío, y ninguna imprudencia hasta que nosotros lleguemos mañana.
_ Si llegamos, primo.
_ Calla,  Frederick, no seas pájaro de mal agüero. Llegaremos; nos va mucho en ello.
_ ¿No Podría ir yo también, mis señores?
_ No, Fernando. Tú haces más falta aquí, junto a mi tío.
_ Pueden necesitarme.
_ También correríamos el riesgo de que te reconocieran. Además sería luchar con ventaja, y a eso no está acostumbrada mi espada.
_ Venga, primo, no podemos perder el tiempo.
_ ¿Sería la Divina Providencia o sería Satanás, quien te trajo a estas tierras, Frederick?
_ Lo sabré, si mi espíritu baja hoy a las profundidades del reino de ese personaje.
_ ¿Hiciste méritos para ir a sus dominios?
_ Vivo en el mundo y no soy un santo.
_ Que no eres un santo lo demuestra bien claramente el qué estés aquí en España. Tu amistad con Linette te hace recorrer los más diversos lugares del planeta.
_ Creo que la voy a regalar un collar de esmeraldas que vio en la casa de un joyero madrileño. Si no hubiese sido por ella, yo no estaría aquí ahora. ¡Ah! Y tú tendrás que contribuir con tu donación a la compra de tan magnifico regalo.
 _ La causa bien lo merece_ afirmó Oswaldo, ante el gesto de Frederick_. ¡Y tu bellísima Linette, también!
_ ¿Qué tal marcha tu fortuna, Frederick?
_ Un poco menguadita, señor conde; pero quizá no le haga falta a mi corta vida mucho capital, ni mis progenitores tengan que darse prisa en buscarme una rica heredera. Son las tres de la tarde y a las siete puedo estar ya en el infierno.
_ Pesimista estás, chico. Tus bromitas empiezan a enfriar mi entusiasmo_ rió divertido; su risa feliz desmentía sus palabras, lo mismo que el brillo de sus ojos burlones.
_ Dichosa juventud que todo lo toma a broma.
_  ¿Está todo listo Fernando?
_ Creo que sí.
_ Vamos a verlo.
Se despidieron del conde, que los vio marchar emocionado. Pero tenía confianza y estaba bien seguro de que no cometerían locuras ni derramarían sangre innecesariamente, ya que a los dos les sobraba destreza y valentía para triunfar sin matar.
    Mientras Fernando y él pasaban la tarde hablando de los valientes muchachos, ellos llegaban a la venta del “Alma”.
    Ninguno de ellos denotaba el más pequeño temor cuando Pedro Rojas les condujo hasta una pequeña bodega, bajando por una trampilla que disimulaba una cuba de vino.

_ ¿Tienen los señores elegido ya el sitio?
_ Si.
_ ¿Puedo preguntar donde?
_ A unos kilómetros de aquí. El lugar es magnífico para una emboscada.
_ Todo sea por nuestro Rey.
_ Con franqueza, Pedro, creo que lo hago más por mi tío, que por vuestro Rey.
_ Pues tenía el señor que tener presente que nuestra serenísima y graciosa Majestad Felipe V es de origen francés, ya que es biznieto del Rey Luis XIV de Francia.
_ Ya lo sé, buen hombre, pero mi tío es de mi propia sangre.
_ Pero Felipe de Anjou…
_ Es el Rey, de acuerdo.

Oswaldo sonrió y, tanto su varonil y atractiva sonrisa como su gallarda figura, conquistaron al ventero.
Los dos jóvenes se despojaron de sus ropas y pusieron las vestimentas que Pedro les buscara.
    Cuando se miraron en un borroso espejo de grandes dimensiones, los dos a una lanzaron divertidas carcajadas.
_ Parece como si nos dirigiésemos a un baile de disfraces.
_ A un baile vamos, Frederick; y música también habrá. El alegre entrechocar de las espadas acompañará nuestros pases de avances y retrocesos.
    La luna del espejo reflejaba dos simpáticas figuras; vestían nuestros jóvenes calzón corto de terciopelo verde musgo y altas polainas negras. Blusa de brillante raso color blanco y manga larga muy fruncida, el cuello camisero dejaba el pecho al descubierto, y caía sobre una casaca roja bordada en tonos oscuros. El cabello lo ocultaron por completo bajo un gran sombrero del mismo tono del calzón, con grandes plumas negras.
     Los dos a una cogieron en su mano derecha los vistosos sombreros, mientras inclinando exageradamente la cintura, hicieron una dramatizada y versallesca reverencia a las figuras que se reflejaban en el gastado cristal.
_ Bien, el disfraz está completo; ahora marchemos en busca de la música.
_ Antes quítate esos anillos y déjalos aquí, con estos míos. Podrían constituir una prueba delatadora, en caso de que fracasemos y tengamos que huir.
_ ¿Fracasar?
_ Nunca se sabe las sorpresas que puede haber en una lucha.
_ Dices bien. ¿Vamos?
_ Vamos.

Dieron con los nudillos en la puerta falsa y el ventero, que estaba esperando la llamada, corrió la cuba dejando franca la salida.
_ Por aquí, caballeros, van a salir por donde tendrán que entrar cuando regresen. Así conocerán el camino, en caso de que alguno venga herido.
    Los condujo a través del primer piso, hasta un pajar; allí descolgó una escala de cuerdas, que descendió hasta la tierra y les dijo:
_ Si os halláis en condiciones de subir por ella hacedlo a toda prisa, caballeros; pero si así no fuera imitad el canto de la alondra por tres veces y aguardad mi llegada.
_ Eso es para ti, primo; yo sólo sabría imitar a las ranas.
_ Ahora, Pedro, ya puedes desearnos suerte.
_ La tendréis, estoy seguro.
_ Si así no fuera y no volviéramos ninguno de nosotros, en la bodega encontrarás una bolsa repleta de oro; es tuya.
_ Yo…no…
Pero sin oír ya las exclamaciones de Pedro, bajaron por la escalera y montaron sobre los caballos, que relinchaban alegres al sentirles sobre sus lomos.
Frederick, antes de desaparecer entre los oscuros árboles, levantó la mano en señal de despedida y sonrió malicioso al gritarle a Pedro:
_ ¡Has de comprar una nueva escalera, cualquier aventura galante puede terminar en tragedia, si el galán tiene que escapar por ella! Está ya muy vieja.


* * * * *

viernes, 21 de junio de 2013

El Secreto; Capítulo IV


Los estefanotes, los tamarindos y las rosas parecían repercutir la risa burlona que acompañó la marcha de la muchacha. Y cuando el reloj de la catedral dio las dos de la madrugada, Luana no tuvo más remedio que confesarse que… tal como el apuesto joven había predicho, sus últimos pensamientos antes de dormir, serían para él…

                                                             IV

     La joven traspuso la cancela con trote ligero y elegante, seguida a pocos metros por un lacayo que, como ella, montaba un soberbio caballo.
    Había mandado ensillado  a “Miopía” con disgusto de su madre, ya que el conde Oswaldo había enviado un ramo de rosas azules para anunciar su llegada.

_ No estoy con ánimo de soportar insulsas majaderías, mamá_ dijo, ante la insistencia de la dama_.
Hazle tú los honores, yo no podría soportarle hoy.
_ Te encuentro extraña, hijita, ¿Te sientes mal?
_ No; me encuentro perfectamente, no te preocupes.
_ Lo dices como si no fuese verdad.
_ Pues lo es, mamá. Aunque he de confesarte que estoy disgustada conmigo misma.
_ ¿Qué te sucede? ¿Puedo ayudarte, yo?
_ ¿Qué me sucede? Mi disgusto radica en que yo mismo lo ignoro. Siempre dijiste que yo era algo extraña y hoy te doy la razón; yo misma no me comprendo. Sueño con locas quimeras que me asustan. Anhelo cosas y me horroriza que lleguen a suceder.
_ ¡Me estremeces, Luana! ¿Qué puedes anhelar que no tengas?
_ Mamá… presiento que en mi vida plácida y tranquila va a suceder algo que la turbe maravillosamente. Quisiera detener el tiempo, temerosa de que este algo que vislumbro, desaparezca, y al mismo tiempo quisiera saber ahora mismo que me traerán los días, cuya incógnita guarda el tiempo. No es posible que nadie me comprenda ¿verdad?
_ Creo que yo te comprendo. Cuando se es joven, es fácil sentir lo que tú expresas…Creo que te comprendo muy bien. Tu corazón lucha, hija mía, pero se entregará a esa potencia que te turba y que tú temes porque las desconoces.
_ ¿Y…cómo se llama esa potencia?
_ Amor, Luana, se llama Amor.
_ No puede ser…
_ Claro que puede ser. ¿Qué son, sino amor, esas palabras tuyas?
_ ¿Pero tu sabes?
_ Claro que si, pequeña. El amor brota de un gesto, de una mirada. Cuando yo me casé con tu padre, que en gloria esté, no nos habíamos visto más que cuatro veces.
_ Yo solo lo he visto…
_ Las veces suficientes_ atajó la dama_ para que tu corazón se interese por él.
_ ¡Es extraño!...
_ Nada hay de extraño en tu amor por ese muchacho.
_ ¿Tú crees?_ los verdes ojos de Luana brillaban como los propios luceros, al clavarlos interrogantes en su madre.
_ Pues claro que sí, anda, desiste de ese paseo y espérale con tu mejor sonrisa. El conde Oswaldo no encontrará obstáculos para alcanzar tu mano.
_ ¿El conde? ¡Oh, mamá!

Luana sintió en sus ojos el escozor de las lágrimas, pero reprimiéndolas, apretó fuertemente la fusta entres sus crispadas manos y “Miopía” sintió la fuerte presión de las espuelas.
Recordaba, mientras la brisa acariciaba su rostro, el gesto de incomprensión que puso su madre cuando, a continuación de aquel “¡Oh, mamá!” lanzara inadecuadamente estrepitosas carcajadas.
“Miopía”, seguida de cerca por “Zeus” se internaba en un extenso coto que pertenecía al desaparecido conde de Montoro; mientras Oswaldo recibía las disculpas de la dama por la ausencia de si hija.

_ No os preocupéis, conde, ya que quisiera que todo os fuera grato en esta casa, que podéis considerar como la vuestra.
_ Muy agradecido, condesa.
_ Llámeme Ana María; si hemos de estar juntos toda la tarde, el protocolo llegaría a ser bastante pesado.
_ No se como agradeceros tanta gentileza Ana María.
_ Es fácil; perdonando a mi hija esta descortesía.

Oswaldo cerró los ojos, como si le abrumara la deferencia que le hacía la dama, pero en realidad era para ocultar el brillo inusitado que se reflejaba en ellos; ya que todo había salido como él lo había previsto.
Su voz, al hablar, sonó apagada, con fingida pesadumbre, cuando la realidad era bien diferente.

_ No hubo tal descortesía por parte de Luan; ella sabe que mi corazón no puede, aunque lo desee con toda el alma, cabalgar a lomos de un brioso corcel; y a ella le gusta mucho la equitación.
_ ¿Cómo sabéis que Luana salió a caballo?

Por un momento, el desconcierto del francés fue visible; pero pronto halló una buena respuesta.

_ Las huellas de los caballos se advertían con claridad y me fue fácil adivinar que vuestra preciosa hija no resistió la tentación de cabalgar en una tarde tan maravillosa.
_ Quise disuadirla, pero me dijo que un gran desconcierto reinaba en su alma, y la dejé ir. El aire disipará sus dudas _ le miró disimuladamente al preguntarle; _ ¿Sabéis que mi esposo piensa en Alberto de Mendiazabal para marido de mi hija?
_Si, pero imaginé que solo eran rumores. Me parece que el marqués es algo mayor, para la irresistible juventud de Luan.
_ A mi esposo también le gusta otro joven, pero…
_ ¿Cuando llega su esposo Ana María?

La dama lamentó que él cortase la conversación por ella iniciada; pero después se consoló pensando que aquello que ella quería decir era sólo cosa de hombres. El pensamiento de que Oswaldo quisiera hablar con su marido la congratuló, sonriéndole muy complacida al decirle;

_ Espero su mensaje de llegada de un momento a otro.
_ Tengo ya grandes deseos de verle. ¿Me avisaréis de su llegada, para poder saludarle enseguida?
_ No faltaría más. Vos estaréis a nuestro lado para darle la bienvenida, os lo prometo.
     Oswaldo de Livov llevó la conversación hacia donde el le convenía, y su corazón saltó triunfal cuando, con la llave de los sótanos en su poder, pisó los escalones de piedra gris que a ellos conducían.
    La puerta cedió lúgubremente, y densas tinieblas le rodearon al cerrarla tras él. Encendió una pequeña mecha, y como un ladrón, se internó en las negras profundidades, con sumo cuidado para no manchar el elegante “chaquet” versallesco de irreprochable corte.

     Sus ojos, libres de todo fingimiento, brillaban como los de una fiera al acecho y exclamaciones de sorpresa  y coraje se escapaban con frecuencia de sus plegados labios, al mirarlo todo minuciosamente.

Ana María, había mandado servir la merienda y se extrañaba que el conde pudiera permanecer tanto tiempo en aquellas tétricas sombras. No podía suponer que la desobediencia a unas órdenes que no consideró de gran importancia, iba a costarle muy caro en un futuro muy próximo.
Cuando Oswaldo apareció ante ella, pulcro y elegante, disculpando su tardanza, no sólo en los sótanos, sino que también en el prohibido despacho, en el que tan solo quedaba una estela de perfume que denunciaba su paso por allí.
    Durante la merienda, se mostró ingenioso y cautivador; pero varias veces su mano derecha acarició los documentos que ocultaba en las profundidades de su esplendido “chaquet”.


* * * * *


domingo, 16 de junio de 2013

El Secreto...Tercera parte del capítulo III

    Oswaldo pensaba que la suerte no parecía ayudarle en su arriesgada empresa, ya que era de todo punto preciso que él entrara en aquellos profundos sótanos del palacio.

    De pronto se le ocurrió una idea temeraria…

* * * *
    Luana se echó sobre sus desnudos hombros un echarpe de gasa y encaje, saliendo a la nívea terraza de inmaculado mármol. La noche era calurosa, como suelen ser las noches de los veranos toledanos, y los altos árboles del jardín, ni siquiera movían una sola de sus verdes hojas;
La bella joven miró al cielo tachonado de estrellas, y retuvo allí su mirada, complacida ante el maravilloso espectáculo.
    De pronto, y como solía hacerlo muchas noches, se envolvió en el echarpe y descendió la blanca escalinata hasta el jardín. Vagó por sus avenidas como una sombra blanca y etérea, complaciéndose en soñar locuras imposibles…
    Tras caminar un largo rato, se sentó bajo un nutrido grupo de blancos sauces y aspiró con fuerza los perfumados efluvios que la noche traía consigo. Estaba descontenta de sí misma y sus bellos ojos pregonaban el desconcierto que reinaba en ella. Hacía tres días que no veía al conde Oswaldo y cuatro que se paseaba por la orilla del Tajo, sin ver tampoco al desconocido que aceleró los latidos de su joven corazón.
    De repente, un melódico silbido, llenó de dulces ecos el silencio de la noche…
     Luana creyó que soñaba, pero comprendió, por la aceleración de sus latidos, que estaba bien despierta, y que el desconocido, con nombre distinguido y pinta de plebeyo, se hallaba en el jardín, a pocos pasos de ella.
La noche dibujó la atractiva figura de Luis Martín González, con su negra capa cayendo a sus espaldas y el acero de su espada brillando a lo largo de su cuerpo…
Luana, no sabía que decir, miraba al aparecido y pensaba que tenía que proceder con cautela, si no quería perder la cabeza por aquel hombre con aires de gran señor y rostro de granuja.
    Cuando por fin se decidió  a hablar, su voz sonó altiva y enfadada.

_ Es casi comprensible que un hombre osado, como vos sois, aborde en plena carretera el carruaje de una dama; pero que salte las altas tapias de su casa, ocultándose en las sombras, ya no me parece ni siquiera razonable_ miró el rostro moreno que sonreía y siguió, mordaz: _ ¿Qué esgrimiréis en vuestro favor si alguno de mis lacayos llega a descubrir vuestra presencia?

El joven mostró su mejor sonrisa a la par que replicaba;
_ Diría que me robaron el corazón y que había venido a recuperarlo. Si son hombres sabrán comprender. Porque un corazón se pierde sin luchar; nada valen las espadas, ni las razones del calculador cuando éste_ puso la mano sobre el corazón_ se empeña en hacer locuras.
_ ¿Luego, confesáis que esta incursión nocturna es una locura?
_ Una locura es soñar, vivir y amar; todo lo más bello que la vida encierra viene envuelto en un hálito de apasionante locura…
_Idos, idos pronto, antes de que también yo me contagie de ese…hálito, de locuras que presiento en vuestra persona.
_ No me iré aún, condesa; necesito antes mirarme en las verdes aguas de esos ojos que cautivan._ El desconocido hizo ademán de acercarse a ella.
_No osareis acercaros más; debéis comprender que una condesa no es una moza de mesón.
_Si fueseis esa moza que aludís, yo me sentaría en ese rústico banco y rodearía con mis brazos el más hermoso y atractivo cuerpo de mujer que he visto jamás.
     Luana temió por un momento que lo hiciese, aun sabiendo que era Condesa de Alamar.
    Pero Luis Martín contuvo el deseo, que brillaba en sus intensos ojos negros, y se sentó en el banco, algo alejado de ella.
_ No temáis, no beso a una mujer más que cuando sé que ella lo desea. Y  vos, condesa, estáis demasiado asustada para saber lo que deseáis.

    Luana sintió que se sofocaba de indignación al escucharle.

_ Es inaudita vuestra presunción y desfachatez.
_ No lo creáis, Sólo que conozco el alma de las mujeres, por eso apostaría doble contra sencillo, que, en la virginal intimidad de vuestra alcoba, pensareis  sin duda, que os gustaría haber sido besada con pasión…
_ Seguid hablando a las estrellas señor… González.
Ellas también tienen un alma femenina; quizás les agrade más que a mí el escuchar vuestra engreída charla.
    Se levantó con aire decidido. En su ánimo, estaba el alejarse apresuradamente del peligro que representaba aquel joven para su corazón ahíto de sueños. Mas las palabras que el hombre pronunció la dejaron clavada en el sitio.

_ Nunca debí mezclaros en mi vida, sois demasiado hermosa…

    Luana clavó sus verdes ojos en los del joven. Comprendía que él había hablado más para sí que para ella, y fue eso lo que más le intrigó.
_Mi vida, caballero o mercenario espadachín, no podrá ir nunca mezclada a la de un hombre como vos.
La condesa de Alamar no puede mezclar en su vida un hombre que se oculta entre las sombras, que asalta carruajes y asusta doncellas.
_ Sé que no puedo amaros, ni podéis amarme vos. ¿El Porqué? Mi plebeya condición, mi vida errante; lo que sea. El caso es que vos no debisteis salir al jardín ni yo detener mis pasos, hechizado ante vuestra encantadora silueta.
_ No os comprendo…
_ Pobre de mí, si vuestro cerebro fuera tan preclaro que pudiese comprenderme. No, no lo permita mi mala estrella.
_ Me intrigáis.
_ Estupendo, Estoy seguro de que esta noche lo último que vuestros tentadores labios pronunciarán será mi nombre.
_ modesto no sois…
_ Todo me favorece, si quisiera enamoraros, la plácida y perfumada noche, ese cielo rutilante, la brillante luz de las estrellas…_ cruzó una pierna sobre la otra en postura cómoda e indolente y volvió a silbar la tonadilla que antes estremeciese a la joven condesa.
Cuando la última nota se perdió en el silencio de la noche, Luis Martín miró a la joven con intensidad al decir: _ ¿Veis? Ni moza de mesón ni damas de alta cuna pueden quedar impasibles ante la melodía de mis labios, máxime si es con luna llena cuando la escuchan, y además consigo intrigarlas.
_ Olvidáis algo…
_ Decid, bella dama.
_ Vuestra osadía, la gran simpatía que inspiráis y que yo no os niego, esa simpatía que tiene todo vividor, todo espadachín a sueldo, todo mercenario…
    El rió fuerte, con carcajadas, que se perdieron a lo lejos.
    _ Estáis preciosa cuando os enfadáis. Mi mala estrella os puso en mi camino y presiento que no tendré tranquilidad hasta que, con mis labios, os aplaste ese mohín indolente y altivo que provoca a mi corazón.
 _ Vuestro corazón debe ser tan...
 _ Podéis seguir…las palabras de una dama no me ofenden, máxime si es tan hechicera como vos.
_ ¿Ni aunque os llame despreciable?
_ Ni aun entonces. Sé que cuando un potro presiente que va a ceder a la destreza del domador intenta por todos los medios defenderse. Pues bien, la mujer es igual.
_ ¿Os atrevéis a decir que yo…?
_Tenéis el mismo encanto para mí que un potrillo salvaje para un experto domador.
_ Presiento que os odiaré con toda mi alma.
_ Llegareis a odiarme, pero no será hoy. Me odiareis cuando selle esos labios de tentación, condesa… y los besaré, os juro que los besaré.
  
    Luana, incapaz de resistir el furor que la acometía, recogió con ambas manos los amplios vuelos de su falda y corrió hacia la casa por el camino más corto.

Los estefanotes, los tamarindos y las rosas parecían repercutir la risa burlona que acompañó la marcha de la muchacha. Y cuando el reloj de la catedral dio las dos de la madrugada, Luana no tuvo más remedio que confesarse que… tal como el apuesto joven había predicho, sus últimos pensamientos antes de dormir, serían para él…