sábado, 8 de junio de 2013

El Secreto, Segunda parte del capítulo III

    No se le ocurrió repetir aquello. Sabía qué el seguía allí, escoltándola y casi sintió pena cuando poco antes de llegar a la ciudad, dejó de sentir su galopar y su canción alegre y melódica, que a ella le estremeció dulcemente el corazón.

* * * * *

Luana se había arreglado con esmero, y esperaba que la vieja Yaya la avisara de que el carruaje estaba dispuesto. Puso en su tocado turbada ilusión y loca impaciencia. Sin querer explicarse el motivo, deseaba estar muy hermosa.
    Toda la tarde anterior y parte de la noche, hasta que el sueño la rindió, su cerebro repetía con insistencia un nombre: Luis Martín González…
    Los perfumados efluvios que entraban del jardín, la suave brisa entre las ramas de los árboles, todo parecían recordarle al joven osado y burlón, que la había seguido a lo largo del camino.
    Mirando el horizonte, sus labios musitaron como un rezo:
_ Luis Martín… ¿por qué ni Alberto ni Oswaldo serán como tú?

    El sonido alegre de la campanilla de la cancela, llegó hasta ella apagadamente, sacándola de su ensueño.
    “¿Quién será?”, se preguntó sorprendida, imaginando que sería Fernando, con una perfumada disculpa en forma de misiva, en la que el francés manifestaría el no poder salir hoy tampoco, porque los latidos de su corazón eran demasiado fuertes y le fatigaban.
    La campanilla seguía sonando con insistencia, pero ya un lacayo se encaminaba allí a toda prisa.
    Un alegre tintineo de cascabeles, la hizo asomarse al mirador de la terraza y un gesto de disgusto se dibujó en su fresca boca, de rojos y atractivos labios.
    El conde Oswaldo de Livov descendía de un precioso carruaje y el lacayo en el estribo, sostenía un “bouquet” de maravillosas y raras rosas azules.
     Cuando su madre fue a anunciarle la llegada del joven, el gesto de Luana era hosco, y en su luminosa mirada, se advertía claramente el furor que la embargaba.

_ Luana, hijita, ha llegado el conde Oswaldo.
_ Lo sé, mamá, y ello me fastidia enormemente.
_ No comprendo, Ayer te disgustó el que no viniese y hoy te enfadas por que llegó.
_ Si ayer me disgustó, fue únicamente por su falta de caballerosidad y de tacto, al hacerme esperar.
_ ¿Y hoy por que te enojas?
_ No me comprenderías, mamá.
_ Tienes razón, hija. Somos tan distintas…

Ana María había reseñado una gran verdad. En nada se parecían Luana y ella. La condesa tenía unos ojos dulces y sumisos, el cabello rubio, de un rubio, ceniza claro. Era aún muy hermosa y su única preocupación era la de no envejecer. Poseía un carácter pasivo y era incapaz de tomar una determinación por si misma.
    Se había casado demasiado joven, y cuando pocos años después, su esposo falleció, dejándola viuda con una niña de seis años sintió entonces el terror de su soledad. Se casó dos años después con el único hermano de su marido por que todos estaban de acuerdo, hasta la misma Luana, que estuvo encantada de que su querido padrino viniera a vivir con ellas.
    Este casamiento hizo feliz a Ana María, ya que ni siquiera tendría la necesidad de cambiar de apellido, cosa que le habría disgustado porque se había habituado a el y le gustaba.
    La anciana Yaya entró en los lujosos aposentos y anunció la visita del conde, saliendo ambas a recibirle.
   Oswaldo de Livov, con el ramo de rosas, el traje completamente ceñido y los encajes perfectamente almidonados, parecía una estampa viviente arrancada de la Corte de Versalles. Después de besar la mano de las dos damas, tendió a la muchacha el precioso ramo.
  
_ Luan, aceptad estas humildes flores, que os ofrezco con la más rendida admiración a vuestra belleza.

   La condesa pensó que aquel joven era la encarnación de la delicadeza y la galantería, mientras su hija hacía esfuerzos por contener la risa, pensando que Oswaldo era un perfecto idiota. No obstante dijo fingiendo complacencia:

_ Muy amable, conde. ¿Cómo agradeceros…?
_ No se hable entre nosotros de agradecimiento, Luan, El único que tiene motivos para estarlo soy yo.
    La madre de Luana, bajo el pretexto de urgentes quehaceres, abandonó el salón y los dejó solos.
    Entonces, Oswaldo se puso el monóculo y miró a la bellísima joven con aire de pesadumbre.

_ El caso, Luan, es que mi corazón sigue palpitando a marchas forzadas, y claro, un paseo en estas condiciones podría serle perjudicial. Y quisiera, abusando de ese candor que se lee en vuestros ojos, pediros un favor.
_ Vos diréis, conde.

Luana pensó que sus ojos no reflejaban candor alguno, pero si él los veía así…
_ Son dos favores que quisiera pediros. El primero es…_ carraspeó ligeramente como si le turbara lo que iba a decir_. El primero es… que dejéis de emplear el “conde” cuando os dirijáis a mí. Llamadme Oswaldo.

_Concedido los primero… Oswaldo.
_ Sois la jovencita más encantadora que cobija el cielo toledano.
_ ¿Y el segundo?

    En los verdes ojos de la joven Condesa se adivinaba una divertida burla.
_ El segundo, es que suspendamos nuestro matinal paseo y me enseñéis vos el palacio, ya que quisiera hacer algunas reformas en mi palacete y me gustaría que me orientarais un poco sobre el estilo castellano.
    Luana quedó pensativa un instante, y luego, encogiéndose de hombros, musitó quedamente:
_ Concedida la segunda petición._ Y después de una pequeña pausa, preguntó: _ ¿Por dónde deseáis que empecemos?
_ Lo dejo a vuestra elección.
_ Entonces seguidme.
   Le guió por largos e interminables pasillos y le enseñó, como si quisiera burlarse de él, hasta el más pequeño o insignificante rincón del palacio.
    Oswaldo lo examinaba todo con demasiada atención y sus exclamaciones se dejaron escuchar con frecuencia.
_ Tiene usted una casa preciosa, Luan. Un digno marco para su perfecta belleza.
_ Si vos conde…digo, Oswaldo…Si vos consideráis como una galantería eso de “perfecta belleza” os ruego entonces que no lo digáis otra vez. No hay nada tan insoportable como una mujer o un hombre perfectos. Y si me lo permitís, yo también quisiera pediros un favor.
_ Concedido al instante.
_ ¿Sin conocer la índole de mi petición?
_ Pues…aunque mi delicada salud no me permite poner mi espada al servicio de las damas, mi corazón está siempre ansioso de ponerse al servicio de la belleza.

    Oswaldo observó el juvenil rostro, que había tomado un matiz soñador. Por unos instantes las palabras del francés borraron el presente y la trasladaron a la orilla del Tajo, donde un hombre osadamente audaz le hiciera enrojecer al enviarle un beso con la punta de sus dedos.
    Tan real fue el recuerdo que Luana se estremeció. Una tos burlona la sacó de su ensueño.
_ Perdón, Oswaldo; por un momento mis pensamientos me trasladaron fuera de estos muros.
_ ¿Lejos?
_ No, muy lejos no…
_ Vuestros pensamientos debieron ser muy bellos, ya que vuestros ojos brillan intensamente.
_ Pues era todo lo contrario, fue un pensamiento molesto y…y… pero nos estamos alejando de la petición que quería haceros.
_ Ninguna petición tenéis que hacerme. Mandad y seréis prontamente obedecida.
_ Pero si es una insignificancia…Solamente quería pediros que no me llaméis por ningún diminutivo por que tengo la sensación de que no se dirigen hacia mí.

    El semblante algo cómico del conde, parecía consternado.
_! A mí, que me gustaba tanto!...Se me antoja que al llamaros así nadie más que tenía derecho a cierta intimidad.
    Se quedó unos momentos pensativo y después preguntó:
_ Y Ana ¿Podría llamaros Ana?

La Joven rió divertida. Pensó que aquel caballerete francés, no tenía remedio.

_ Podéis llamarme como os plazca, no discutiremos más ese tema.
_ Muchísimas gracias. ¿Qué más faltaba por ver?
_ Solo las habitaciones de mamá y las mías…! Ah, y la cocina!_ Y burlona añadió: _ Pero no creo que os interesen, ¿verdad?
_ No, eso no me interesa… por ahora; quizá más adelante. Lo que sí me gustaría ver es el despacho de vuestro tutor y, si no os da demasiado miedo, también los sótanos.

    Oswaldo esperó la contestación con mal contenida ansiedad.

_ Podéis creerme que lo siento, ni una cosa ni otra puede abrirse sin la aprobación de mi padrino.
_ ¿Por qué?
_ Lo ignoro. Pero sé que se pone colérico si osamos entrar, sin su consentimiento. En los únicos lugares que el nos prohíbe.
_ Lo siento, pero me hacia ilusión ver los subterráneos de este antiguo palacio.
_ ¿No creéis que para vuestro corazón, no es precisamente un lugar muy reconfortable?
_Pudiera ser que no le beneficiase mucho, cierto.

Abandonaron la mansión y salieron al jardín. El día era alegre y  luminoso y el cielo, de un azul radiante, invitaba a pasear entre la frondosidad de aquel vergel.

    Ambos se internaron entre sus senderos, absortos cada uno en sus pensamientos. Y Luana pensó que, quizá bajo otros árboles, bajo otras sombras, un arrogante jinete, a lomos de un brioso corcel, esperaba impaciente el paso de cierta carroza…

    Oswaldo pensaba que la suerte no parecía ayudarle en su arriesgada empresa, ya que era de todo punto preciso que él entrara en aquellos profundos sótanos del palacio.


    De pronto se le ocurrió una idea temeraria…

4 comentarios:

  1. ¿Y qué temeraria idea se le habrá ocurrido a este señor que no parece serlo tanto? Con énfasis en "parece" ;)

    En verdad que tengo muchas ganas de saber cuál será su próximo movimiento, porque astucia no le falta, pero Luana es muy lista también y debería de poder imaginar que algo se trae entre manos, si bien no es de extrañar que esté un poco distraída pensando en ya sabemos quién...

    Me ha encantado esta parte, hay tantas intrigas y medias verdades, que lo estoy pasando genial, muchas gracias por compartir tu historia.

    Besos, querida Jota, y feliz fin de semana.

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  2. Esperemos que Luana no meta la pata al final, que tiene la cabeza en otra parte... O en otro hombre sería mejor decir. Que este Oswaldo tiene lo suyo, aunque vaya de inocente. A ver qué nos prepara...
    Besotes!!!

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  4. El caballerito este quiere más que coquetear con Luana. ¿Qué se esconden en los rincones del palacio?

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